Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor.
El amor es como una inmensa corriente de agua, agua viva, que tiene su origen arriba, en lo más alto, en el Padre-Abbá. Esa agua viva desciende hasta nosotros por el torrente arrollador que es el Hijo, Jesús de Nazaret. Los que, por la fe, somos conscientes de esta suprema realidad, nos unimos a esa corriente y así permanecemos en su amor. No podemos caer en la tentación de convertirnos en estanques; el agua viva dejaría de ser viva. Estamos llamados a ser canales eficaces que hacen llegar el agua viva a los rincones más apartados del mundo.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre.
Pero, ¿cómo amar? Lo aprendemos poniendo los ojos en Jesús. Él lo aprendió primero del Padre para ser luego modelo nuestro: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (Jn 13, 34). Así que amando al hermano, le amamos a Él. Y, ¿cómo amar al hermano? Cuando contemplamos al Crucificado en esa su suprema manifestación de amor, vemos que amar no es precisamente algo sentimental o placentero. La palabra permanecer, tan repetida por Jesús, nos habla de constancia, fidelidad, paciencia, sufrimiento, perdón…
Os hablo así para que os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa.
Esa torrentera de agua viva, de amor, que llega hasta nosotros desde el Padre a través del Hijo llega a producir el milagro de inundarnos y hacer que amemos libres de egoísmos y de buscar nuestro propio interés. Es entonces cuando disfrutamos de la alegría completa; la de quien se sabe canal que provee del agua viva del Evangelio a los demás.
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