Jesús llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos.
Jesús llama a los Doce para la misión; de la misma manera llama a todo creyente. Esta misión tiene dos elementos. El primero consiste en que la misión tiene como centro la persona de Jesús; por eso el enviado tiene que estar íntimamente familiarizado con el Evangelio. El segundo consiste en un estilo misionero que se resume en la pobreza de los medios. Jesús nos quiere ligeros de equipaje, sin apoyos y sin privilegios, seguros solamente del amor de quien nos envía y de la fuerza de la palabra que proclamamos.
Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más…
Sin caer en la tentación de poner nuestra confianza en la organización o en la profesionalización. Sin olvidar que todo es iniciativa del Señor, el único que puede tocar corazones. Sin confiar en programas o elocuencias humanas, porque si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles (Salmo 127, 1). Para acercarnos y contactar con las periferias es necesario caminar en pobreza y austeridad personal. Para la misión que se nos ha encomendado adoptamos el mismo estilo de vida de Jesús. De no ser así, podremos hacer muchas cosas, pero no llegaremos a los corazones. El Maestro solamente nos permite llevar aquello que nos ayuda en la misión: un bastón y un amigo. No vamos por libre, sino de dos en dos. La alegría compartida sabe mejor, y la pena compartida duele menos.
Ellos se fueron a predicar que se convirtieran; echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
Ellos. Ellos somos nosotros también. Porque el Señor, por la fe, nos llama a llevar a cabo las mismas tareas que aquellos doce apóstoles. Esto no lo ve así quien vive el cristianismo ligero de quien, por circunstancias de tiempo y lugar, solamente dispone de una fe heredada o social. Es un cristianismo que más que fe, es cultura.
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