¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se perdió, hasta que la encuentra?
Es la primera de las tres parábolas de la misericordia. Las otras dos son la de la moneda perdida, y la del hijo perdido. Centramos hoy nuestra atención en la de la oveja perdida.
La hemos oído o leído muchas veces y nos impacta demasiado. Pero si nos detenemos en ella, debería escandalizarnos. Por partida doble. Primero, al contemplar a la oveja; luego, al contemplar al pastor.
Contemplando a la oveja porque… ¿qué responsabilidad puede tener la pobre oveja por haberse extraviado? Y, una vez extraviado, el pobre animal es incapaz de volver por sí solo al redil.
Contemplando al pastor porque: va a buscar la que se perdió, hasta que la encuentra. Ese pastor no vive tranquilo; tiene que encontrar su oveja cueste lo que cueste. Sin colaboración de la oveja.
Estamos ante lo más hermoso y grandioso de la religión cristiana. Se llama gratuidad. Es algo tan maravilloso que nos resulta difícil asumirlo. En principio, todos aceptamos que todo es gracia; lo dice la Escritura y así será. Pero…, ponemos muchos peros. Por ejemplo, el pero de que Dios respeta nuestra libertad; o el pero de que sin nuestra colaboración Dios no puede hacer nada… Nos sentimos más cómodos moviéndonos en la órbita de la reciprocidad que en el de la gratuidad. Y pensamos que Dios nos paga según nuestras obras y que la salvación es cosa nuestra. Nos cuesta enorme dejar a Dios ser Dios.
Santa Teresa de Lisieux dice: Cuando pienso en aquellas palabras del Señor: Traigo conmigo mi salario para pagar a cada uno según sus obras, me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro porque yo no tengo obras. Así que no podrá pagarme según mis obras. Pues bien, me pagará según las suyas.
La mejor conversión es la de olvidar vivir en la reciprocidad para establecernos en la gratuidad.
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