Os aseguro que el esclavo no es más que su señor, ni el enviado más que el que lo envía.
Después del lavatorio de los pies, Jesús se sienta a la mesa e instruye a los discípulos. Lo que Él ha hecho, también ellos deben hacerlo: Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. No es cosa de repetir un gesto bonito y evocador en la liturgia del Jueves Santo; es algo que debe ser vivido de manera permanente en la convivencia diaria. La actitud de vida del seguidor de Jesús debe ser el del servicio humilde poco correspondido. Lejos de actitudes dogmáticas de superioridad, lejos de convertirnos en jueces inmisericordes ante las insensateces de otros, cercanos o lejanos, políticos, clérigos, familiares o vecinos.
Si lo sabéis y lo cumplís, seréis dichosos.
Jesús lo tiene claro. Él era dichoso, feliz. Nosotros no lo tenemos tan claro. Nos cuesta asociar dicha y bienaventuranzas. ¿En qué consiste la felicidad? Contemplémosla. Por ejemplo, en cualquier mamá que disfruta de una vida de plenitud entregándose por completo a su criatura. Podemos contemplarla en el discípulo Juan. Cuando, en medio del lago, descubre a Jesús, dice sin inmutarse: Es el Señor; y continúa colaborando con sus compañeros en la barca. La contemplamos en el centurión romano que vive con tanta naturalidad el milagro de la curación de su criado. La dicha se encuentra sirviendo; sirviendo por amor. Sin caer en la tentación de usar el servicio como un instrumento de dominio y de control de aquellos a quienes sirvo. Al servicio por amor, a la dicha, se llega por dos caminos: el de la naturaleza (instinto materno), o el de la gracia (mediante la fe).
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