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12/07/2022 Martes 15 (Mt 11, 20-24)

Entonces se puso a recriminar a las ciudades donde había realizado la mayoría de sus milagros, sin que se arrepintieran.

La actividad de Jesús fue limitada, muy limitada, tanto en el espacio como en el tiempo. La inmensa mayoría de la humanidad no se enteró de su existencia. Esto no le preocupa lo más mínimo, porque sabe que su salvación, antes o después, llegará a todos. Pero querría que esa salvación fuese ya cosa presente en aquellas pocas poblaciones que han oído sus palabras y han visto sus milagros. Y se lamenta amargamente de que así no sea. En verdad, a quien mucho se le dio mucho se le pedirá (Lc 12, 48).

Lo de Jesús, visto con ojos humanos sin la luz de la fe, fue un rotundo fracaso. Él lo reconoce. Es cierto que sus primeros discípulos proceden de Corozaín, de Betsaida y de Cafarnaún. Pero los habitantes de esas poblaciones, en general, continúa su vida como si nunca hubiesen visto y oído a Jesús.

Nosotros, los privilegiados con el don de la persona de Jesús por la fe, haremos bien en preguntarnos si no hemos caído en una vida rutinaria en la que el milagro de la vida ya no provoca ni asombro ni gratitud. Porque lo nuestro, con todo lo que nos rodea, bien mirado, es un milagro ininterrumpido.

Cuando hablamos de conversión debemos pensar en la nuestra propia, antes de pensar en la de los demás. Podría darse que viviésemos satisfechos con una vida correcta y una religiosidad modélica, pero con una relación personal con Jesús que deja mucho que desear. A Él le duele más la tibieza de los cercanos que la perversidad de los lejanos.

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