¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer?... Así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
Jesús hace suyo el proyecto de matrimonio del Creador: un hombre y una mujer; de por vida. A los contemporáneos de Jesús esto les parecía imposible. Así pensaban también los discípulos: Si esa es la condición del marido con la mujer, más vale no casarse. Por eso Moisés permitió el divorcio. Pero Jesús quiere que sus seguidores, volviendo al proyecto original del Creador, aspiren al ideal de la fidelidad matrimonial hasta la muerte. Jesús no titubea en expresar su disconformidad con la opinión prevalente en la sociedad, o entre sus propios discípulos.
Naturalmente el no creyente no está capacitado tampoco hoy para entender, y menos asumir, el matrimonio tal como lo contempla Jesús. ¿Quizá porque los humanos somos tan propensos a olvidar que la realización propia pasa por la de los demás? ¿Quizá porque la nuestra es la cultura de lo provisional, sin puntos firmes de referencia? Nuestra cultura es fecunda para engendrar hombres y mujeres triviales y ligeros, sin consistencia interior.
La vida cristiana, seamos casados o célibes, no puede estar dominada por sensaciones o sentimientos puntuales. Seamos casados o célibes, nuestra vida tiene como punto de referencia firme e inamovible el Jesús de los Evangelios. Lo que Él dice es norma de vida para nosotros sus seguidores. No vale para todos: El que pueda con ello que lo acepte.
Para nosotros, creyentes, el matrimonio es un sacramento que es signo y expresión del amor eterno de Dios por nosotros. Claro que cuando este ideal fracasa hay que encontrar la solución mejor, porque el Señor nos ha llamado para vivir en paz (1 Cor 7, 15).
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