Al oírlo, todos en la sinagoga se indignaron. Levantándose, lo sacaron fuera de la ciudad y lo llevaron a un barranco del monte sobre el que estaba edificada la ciudad, con intención de despeñarlo.
Sucede en la sinagoga de Nazaret. Entre quienes han escuchado sus palabras y quieren ahora deshacerse de Él, encontraremos parientes, vecinos, compañeros de juegos infantiles…Es un momento dramático. Él mismo expresa su disgusto: ningún profeta es aceptado en su patria. Es una actualización de las palabras del prólogo del Evangelio de Juan: Vino a los suyos y los suyos no le recibieron (Jn 1, 11).
Jesús ama a su pueblo grande, el pueblo de Israel, y a su pueblo chico, el pueblo de Nazaret. Llega a llorar de pena por su ciudad de Jerusalén. Pero su patria verdadera es mayor, muchísimo mayor, que sus patrias chicas. No sabe de patriotismos excluyentes. Todos tienen cabida en su gran patria. Todos, comenzando por los más menesterosos. Nada de extraño que las palabras de Jesús en la sinagoga de Nazaret no respondan a las expectativas de sus paisanos.
El primer contacto del ahora famoso Jesús con los suyos concluye con un fracaso: Él, abriéndose paso entre ellos, se marchó. ¿Se marcharía sereno? Se marcharía dolorido, sobre todo por la pena de su madre. Él está habituado al fracaso; es su inseparable compañero de camino. El fracaso supremo será el de la cruz. Pero ese supremo fracaso esconde la manifestación suprema de su amor: los amó hasta el extremo. Y los que seguimos sus pasos debemos ir aprendiendo a asumir el fracaso como compañero de camino. Recordando que, como en el caso de Jesús, serán las personas más cercanas las que nos procurarán los fracasos más amargos.
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