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13/04/2023 Jueves de la Octava de Pascua (Lc 24, 35-48)

Ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un fantasma.

Hay momentos extraordinarios en la vida en que nos cuesta creer que lo que sucede es cierto; especialmente cuando nos encontramos sumidos en la desolación. Así sucedió con aquellos discípulos en la tarde del día de la Resurrección. Estaban todos reunidos escuchando lo que contaban los dos de Emaús. Les parecía un cuento; no sabían a qué atenerse. Es que no puede ser que aquel que han visto colgado y desangrado en la cruz esté vivo. ¿O sí?

Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.

Los discípulos necesitan evidencias. Necesitan tocar. Y Jesús les invita a hacerlo. Aunque unos días más tarde, cuando Tomás esté tocando y palpando, Jesús le dirá: Dichosos los que creen sin haber visto. El creyente llegará a comprender que no hay señal más evidente de la presencia del Resucitado que la paz del corazón.

El Papa Francisco comenta que el miedo a la alegría es una enfermedad del cristiano. Esta enfermedad explica por qué hay tantos cristianos de funeral, cuya vida parece un funeral permanente. Cristianos que prefieren la tristeza a la alegría. Se mueven mejor en la sombra que en la luz de la alegría. Son cristianos murciélagos.

Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.

Entonces les abrió los ojos; hasta ese momento los tenían cerrados. Entonces lo comprenden todo; todo encaja. Mientras eso no suceda, la fe del creyente está aletargada. Por eso que es necesario el descubrimiento personal de la Palabra de Dios. Solamente entonces nos vemos inundados de luz.

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