¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla!
A la gente sencilla: los humildes, los pequeños, los que no cuentan. Solamente desde la humildad es posible tener algún conocimiento del Dios-Amor. En otro momento y con otras palabras Jesús dirá esto mismo: Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios (Mt 18, 3). Es la actitud de vida más envidiable. Ya en el Antiguo Testamento se lo había revelado Dios a los profetas: Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba… Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas (Os 11, 3-4).
Es la más profunda realidad de todo ser humano. Pero solo unos pocos somos conscientes de ello. Quizá nunca suficientemente conscientes. Si lo fuésemos, viviríamos el cielo en la tierra.
Dice el Papa Francisco que se trata de una relación de papá a hijo. Pero si no somos pequeños, esa relación no logra establecerse. Si nos sentimos fuertes, jamás tendremos la experiencia de las caricias tan bellas del Señor.
Muchos grandes pensadores han intentado llegar a Dios. Algunos han llegado a expresar su deseo de creer y su envidia hacia los creyentes. Pero, ¡cuesta tanto a la razón humana doblar la rodilla ante el tan irracional misterio de la Encarnación! Uno de estos grandes pensadores pudo, finalmente, expresarse así: Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he crecido, a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad; vuélveme a la edad aquella, en que vivir es soñar (Miguel de Unamuno).
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