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13/09/2021 San Juan Crisóstomo (Lc 7, 1-10)

Un centurión tenía un criado a quien estimaba mucho, que estaba enfermo, a punto de morir.

Al Evangelio le encanta mostrar modelos evangélicos sorprendentes: la fe de la mujer cananea, la caridad del buen samaritano, el agradecimiento del leproso samaritano. Hoy es el turno de un centurión, el supremo representante en Cafarnaún del odiado poder colonial romano. Su fe en Jesús es tanta que no necesita la presencia de Jesús: Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo… Dilo de palabra y mi criado quedará sano. Este hombre es, además, un modelo de convivencia y de respeto hacia una cultura y religión extrañas para él. Tanto que se gana el cariño de los judíos: Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestra gente y nos ha construido la sinagoga.

Siempre que comulgamos repetimos las palabras del centurión a Jesús. Repitamos también su actitud interior de fe y humildad. Es lo que de verdad importa. No nos hagamos problema de cosas secundarias como la de comulgar en la mano. A propósito de esto, San Cirilo de Jerusalén escribía en el siglo IV: Cuando te acerques a recibir el Cuerpo del Señor, acércate haciendo de tu mano izquierda como un trono para tu mano derecha, donde se sentará el Rey. En la cavidad de la mano recibe el Cuerpo de Cristo y responde ‘amén’.

Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo… dilo de palabra y…

A Jesús le encantó la fe del centurión; su criado sanó. También le encantó la alegría de Zaqueo al bajar a toda prisa del árbol y recibir a Jesús en su casa, aunque era un pecador público.

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