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13/09/2022 San Juan Crisóstomo (Lc 7, 11-17)

Se acercó, tocó el féretro, y los portadores se detuvieron.

Acompañado de los discípulos y de un gran gentío, Jesús camina hacia la localidad de Naím. Cuando se acercan ven un cortejo fúnebre; se trata de un muchacho, hijo único de una viuda. Todo el mundo trata de acompañar a la mujer en su dolor. A Jesús, cuando la ve, le sangra el corazón; se acerca a ella y le dice: No llores. Luego, tocando el féretro, hace que el cortejo se detenga. Nadie le ha pedido nada. Nadie cree que Jesús pueda devolver la vida al muchacho y la alegría a su madre. Hoy, lo único que funciona es la compasión. A Jesús, a Dios, le puede la compasión. Ni la muerte ni el pecado son tan fuertes como la misericordia.

Entonces dijo: Muchacho, yo te lo ordeno, levántate.

Escuchamos estas palabras como dirigidas a nosotros mismos. Necesitamos ser conscientes de nuestra postración y de nuestra impotencia para poder adquirir el sentido de la compasión y de la gratuidad. Solo entonces se hará viva y eficaz la palabra de Jesús. La vida nos viene de la fe en la Palabra.

En esta victoria sobre la muerte, veamos el poder de Jesús para superar las muertes cotidianas que nos hunden en la desesperanza. Cuando, en cualquier circunstancia, pensamos que no hay nada que hacer, hagamos resonar en lo interior su palabra: Yo te lo ordeno, levántate.

El Papa Francisco comenta: Al verla el Señor, se compadeció de ella. La misericordia es la actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra indigencia, con nuestro sufrimiento, con nuestra angustia. ¿Y cuál es el fruto de este amor, de esta misericordia? ¡Es la vida!

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