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13/10/2020 Martes 28 (Lc 11, 37-41)

Vosotros, los fariseos, purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña y maldad.

Jesús acepta sin problemas la invitación del fariseo. Entra en su casa y se sienta a su mesa. Pero lo hace con mucha libertad. Tanta que escandaliza a su anfitrión; hace caso omiso de los tradicionales rituales de purificación.

La copa de la que bebemos y el plato del que comemos, como la vida misma, están limpios y santos no cuando los lavamos, sino cuando los compartimos. El Señor no pone la mirada en lo exterior, sino en lo interior; en lo más hondo e íntimo del ser humano. Los ojos del Señor ven en lo profundo del corazón y sabe que una bella fachada puede esconder rapiña, avaricia y egocentrismo.

Pero podemos engañarnos hablando únicamente en términos de exterioridad e interioridad. Sintonizamos mejor con la voluntad de Jesús si, en lugar de hablar de interioridad, hablamos de projimidad. Para Jesús lo que importa no es la apariencia ni los rituales externos, no es la fidelidad a la letra de la ley, sino su espíritu, la ley interior, que alcanza su plenitud en el amor. Para Jesús la generosidad de corazón y la solidaridad con los empobrecidos son el mejor rito de purificación de un creyente (Papa Francisco).

La religiosidad de talante fariseo, tanto entonces como ahora, no sintoniza con la misericordia y el altruismo; no sintoniza con Jesús. Es la tentación que siempre acecha a personas de mucha piedad y devoción. Esto es evidente tanto cuando miramos a nuestro alrededor como cuando nos miramos a nosotros mismos. Es que la religiosidad farisea compromete menos que la del Evangelio.

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