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13/11/2020 Viernes 32 (Lc 17, 26-37)

Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del Hombre.

Podríamos sentirnos tentados a sustituir el diluvio de Noé por la pandemia de nuestros días. Desde luego, lo que estamos viviendo nos puede ayudar a entender mejor el Evangelio de hoy: Comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, construían… hasta que… Pero, ¿estaremos aprendiendo a estar preparados para toda eventualidad?

Nosotros, los creyentes, tenemos una gran ventaja sobre los no creyentes, porque el Evangelio ofrece una enorme capacidad de ampliar horizontes. El Evangelio nos sitúa, como dice Pablo, por encima del desmoronamiento del hombre exterior (2 Cor 4, 16).

Tenemos puesta nuestra confianza en quien nos dice: ¡Ánimo! Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33). Esa confianza hace que desaparezcan los miedos. Jesús hace que las sombras del pasado desaparezcan para situarnos en un tiempo nuevo en el que todo es posible; nos conduce hacia lo nuevo, hacia lo mejor: El que comenzó en nosotros la obra buena, la terminará (Flp 1, 6).

De todos modos, lo sepamos o no lo sepamos, seamos o no creyentes, todos estamos siendo llevados por la fuerza del Resucitado a la plenitud de la vida. Para todos, lo mejor está por llegar. Nosotros, los que lo sabemos por la fe, damos nuestro sereno asentimiento a este encuentro que nos pone definitivamente en brazos del Padre.

Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (1 Jn 3, 2). Él transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas (Flp 3, 21).

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