Al pasar vio a Leví de Alfeo, sentado junto a la mesa de recaudación de los impuestos, y le dijo: Sígueme. Él se levantó y le siguió.
Poco antes había sucedido algo parecido. Mientras paseaba por la orilla del lago, había visto primero a los hermanos Simón y Andrés, y luego a los hermanos Santiago y Juan. Les dijo que le siguieran y ellos, los cuatro, dejando lo que tenían entre manos, le siguieron. ¿Qué había en el rostro y en las palabras de Jesús? Se diría que su llamada no contempla la posibilidad de ser rechazada.
Precisamente ahí está la mejor prueba de la omnipotencia de Dios. Asombra más por su poder de hacer que el ser humano dé libremente su sí incondicional, que por su poder de crear las maravillas de la creación.
Al ver los escribas de los fariseos que comía con los pecadores y publicanos, decían a los discípulos: ¿Qué? ¿Es que come con los publicanos y pecadores?
Los judíos respetables no comían con pecadores públicos. Habían creado un complejo sistema religioso y social que les distanciaba de lo impuro, fuesen cosas o personas. A Jesús, sin embargo, no le molesta lo impuro; le incomodan los puros.
No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores.
Es la frase más importante de este relato de la vocación de Leví. Si queremos saber quién es Jesús, tenemos que contemplarle rodeado de impuros, de personas poco recomendables. No es que excluya a los justos. Pero es muy capaz de dejar solos a noventa y nueve justos y marcharse en busca del extraviado.
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