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14/01/2024 Martes 1º (Mc 1, 21b-28)

  • Foto del escritor: Angel Santesteban
    Angel Santesteban
  • 13 ene
  • 2 Min. de lectura

Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo.

En la tradición bíblica es normal llamar espíritus inmundos o impuros a los demonios. Como cuando el profeta Zacarías dice: Aquel día extirparé de esta tierra los nombres de los ídolos y no se volverá a mentarlos; igualmente haré que desaparezca de esta tierra los profetas y el espíritu de impureza (Za 13, 2).

El espíritu inmundo se puso a gritar: ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?

Todas las fuerzas del mal se ponen a temblar ante la presencia de Jesús. Saben que su final está cercano. Pero, aunque esté cercano, a todos nos gustaría que ese final hubiese llegado ya. De todos modos, para quien tiene puesta su confianza en Él, es como si ese final ya hubiese llegado. Santa Teresa escribe: Pues si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es, y que son sus esclavos los demonios, siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí? ¿Por qué no he yo de tener fortaleza para combatirme con todo el infierno? Ellos me temerán a mí. Y así digo: Ahora venid todos, que siendo sierva del Señor yo quiero ver qué me podéis hacer… No se me da más de ellos que de moscas.

Jesús, entonces, le conminó diciendo: Cállate y sal de él.

Jesús no da la oportunidad de hablar al espíritu inmundo. Exactamente ese fue el error de Eva. Jesús, cuando se trata de ayudar a otras personas, como en el caso de hoy, impone tajantemente su autoridad. Cuando se trata de sí mismo, como en las tentaciones del desierto, entonces se hace fuerte con la Palabra de Dios.

 
 
 

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