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14/02/2021 Domingo sexto (Mc 1, 40-45)

Se le acercó un leproso suplicándole y, arrodillándose, le suplicó: Si quieres, puedes sanarme. Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo: Lo quiero, queda sano.

Es admirable este encuentro, por su sobriedad, por su sencillez, por su naturalidad. Tiene, claro está, como punto de partida la fe. El leproso sabe que Jesús, si quiere, puede sanarle. Si no lo quiere, parece dispuesto a continuar con su triste vida de leproso. Pero ante semejante fe, Jesús no puede dejar de actuar. Dejará de actuar cuando no encuentre fe, como veremos más adelante en su pueblo de Nazaret (6, 5).

La oración del leproso carece de dramatismos o premuras. Nos hace evocar la sencilla súplica de María en Caná: No tienen vino. Nos hace evocar también al centurión romano que se acercó a Jesús para pedirle la salud de uno de sus criados. Cuando Jesús accedió a su súplica aquel centurión volvió a su casa con absoluta tranquilidad. Vive el milagro con la mayor naturalidad. La fe hace que vivamos serenos y seguros; que vivamos serenos y seguros la vida con todos sus avatares; que vivamos serenos y seguros tanto la vida como la muerte.

Extendió la mano, lo tocó y le dijo: Lo quiero, queda sano. Así de sencillo, así de espontáneo. La ley prohibía tocar a un leproso. De haberlo hecho hoy, en estos tiempos de pandemia, el gesto habría sido criticado por no guardar las normas. No es que Jesús nos invite a ignorar las distancias; nos invita a vivir de modo que la misericordia domine nuestras vidas, especialmente cuando se trata de las lepras de nuestros días, como la raza o la condición social.

Nos dice el Papa Francisco que si queremos ser auténticos discípulos de Jesús, estamos llamados a llegar a ser, unidos a Él, instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

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