Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonar?
Porque Dios es amor y es misericordia, Jesús nos dice que seamos misericordiosos como lo es el Padre que hace salir su soy sobre malos y buenos (Mt 5, 45). Si perdonamos, como Él nos perdona, estamos dentro del Reino; si no perdonamos, quedamos fuera. Como el suyo, nuestro perdón debe ser incondicional. Y no debe consistir en unos gestos puntuales, sino que debe ser una actitud permanente en la vida.
Contemplando al Crucificado y escuchando sus palabras: Perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34), aprendemos a perdonar. La contemplación del Crucificado perdonando a sus agresores me hará entrar en su propia órbita: la de la universalidad, gratuidad, totalidad, incondicionalidad del perdón. Pero, ¿de verdad es posible perdonar a quien me odia y me ha hecho daños irreparables? La dignidad humana y el sentido humano de justicia se rebelan contra esto. Y habrá circunstancias en que parecerá humanamente imposible el perdonar.
Pero es que el amor cristiano no tiene límites; va más allá de lo razonable y de lo imaginable. Porque el perdón es cosa de la voluntad, no del sentimiento. Porque el amor es cosa, sobre todo de la gracia; gracia que se da gratuitamente a quien la pide. Porque el perdón comienza cuando pido la capacidad de perdonar. Con la fe como punto de partida, y con la oración como instrumento de perdón, es posible amar a mis peores enemigos y poner en práctica lo que Jesús me pide: Amad a vuestro enemigos y rogad por los que os persigan (Mt 5, 44). Así es cómo llegamos a amar no con nuestro amor, sino con el suyo.
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