Les repartieron suertes, le tocó a Matías, y lo asociaron a los once apóstoles.
Estaban reunidos los discípulos: unas ciento veinte personas. Pedro propone que el lugar de Judas sea ocupado por alguien que anduvo con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros. La asamblea presenta dos candidatos y, antes de echar a suertes entre ellos, oran todos juntos. Así es cómo Matías completó el grupo de los Doce.
Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor.
En el Evangelio de hoy abundan el amor, el amar, los amigos. Jesús no se cansa de repetir lo que ya nos ha dicho de tantas maneras: con la parábola del Buen Pastor (cap. 10), con el lavatorio de los pies (cap. 13), con la alegoría de la vid (cap. 15).
Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado.
El gozo y la alegría ocupan también mucho espacio en su mensaje de despedida. Insistirá repetidas veces sobre esto: Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar (16, 22). Digo estas cosas al mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada (17, 13).
A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
Amigos que no le habían comprendido, que en el momento crucial le abandonaron, traicionaron y renegaron. Esto nos dice que Él nos ama aun sin ser merecedores de su amor. ¡Así nos ama! (Papa Francisco).
Esa es la norma y la tarea que Él nos impone a todos: amarnos como Él nos ha amado. Nada más y nada menos.
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