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14/07/2021 Miércoles 15 (Mt 11, 25-27)

Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños.

Cuando mejor me va en la vida es cuando me veo pequeño, inútil, indigno… Entonces soy pobre de corazón. Entonces estoy más receptivo, más abierto al Señor. No es que el Señor excluya a nadie; Él está siempre abierto a todos. Pero cuando me creo más y mejor que otros, entonces dejo de acogerme a los brazos abiertos del Crucificado. La sabiduría humana gira en torno al ego y conduce a la necedad de la arrogancia; la sabiduría divina gira en torno Dios y a los prójimos y conduce al servicio humilde.

Los pequeños. Los niños son el ejemplo más evidente. Niños de corazón son todos los que no saben de autosuficiencia y reconocen con naturalidad su dependencia de otros. Dice el Papa Francisco que los niños son una riqueza para la humanidad y para la Iglesia, porque nos remiten constantemente a la condición necesaria para entrar en el reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, amor y perdón. Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón.

Para vivir imbuido de esta convicción que Jesús expresa en esta oración de alabanza y agradecimiento, no es necesario saber mucho ni ser inteligente. Basta con confiar. El mayor conocimiento de la sabiduría de Dios coincide con la mayor confianza y la mayor sencillez de vida. Todos somos hijos queridos más allá de lo imaginable. Éste es el corazón del Evangelio. Y de aquí brota una relación de fraternidad con todo ser humano. Por eso, como Pablo, nos gloriamos de nuestra fragilidad, de nuestra impotencia, de nuestra debilidad, de nuestra pequeñez.

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