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14/11/2022 Lunes 33 (Lc 18, 35-43)

¡Jesús, Hijo de David, compadécete de mí!

El ciego de Jericó está sentado al borde del camino. No tiene metas porque no tiene camino. Es una vida triste, sin colores ni horizontes. No participa del jolgorio de quienes marchan animadamente por el camino de la vida. Pero cuando oye el tumulto pregunta qué sucede. Le dicen que está pasando Jesús de Nazaret y se pone a gritar. Los que van por delante de Jesús le reprenden, pero él se pone a gritar más fuerte: ¡Hijo de David, compadécete de mí!

El Papa Francisco comenta: Los amigos del Señor querían hacerle callar. Pero ese hombre pidió una gracia al Señor y la pidió gritando, como diciendo a Jesús: ¡Hazlo! ¡Yo tengo derecho a que tú hagas esto! El grito es aquí un signo de oración. No lo sé, tal vez esto suena mal, pero rezar es un poco como molestar a Dios para que nos escuche. Por lo tanto, rezar es atraer los ojos, atraer el corazón de Dios hacia nosotros.

Jesús se detuvo y mandó que se lo acercasen.

No se acerca Él. Prefiere que otros se lo acerquen. Los mismos que han tratado de acallar al ciego. ¿Qué quieres que te haga? Esta curación, la última de Jesús antes de entrar en Jerusalén, es una señal de la vida en abundancia que Él nos trae. La luz que ilumina la vida del ciego es también un signo de la suprema revelación de Dios que vamos a presenciar en la pasión, muerte y resurrección de Jesús.

Al instante recobró la vista y le siguió glorificando a Dios.

Volvió la luz, volvieron los colores, volvió la vida, volvió el Camino. Ahora sí que vale la pena vivir.

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