Al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde Él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.
Eran cuatro. Están dispuestos a superar cualquier obstáculo para hacer llegar al paralítico hasta Jesús. También los camilleros, como el leproso de ayer, están convencidos de que Jesús puede sanarle. La fe es algo muy personal, pero, como el calor, afecta a quienes tenemos alrededor, cercanos y lejanos.
Viendo Jesús la fe de ellos…
Nada se nos dice sobre el paralítico. ¿Tenía fe? Todo el acento se pone en la fe de ellos. El paralítico parece carecer de todo; de fe y de iniciativa personal. No importa.
Hijo, tus pecados te son perdonados.
Lo dice en voz alta. Lo oyen algunas autoridades religiosas allí presentes y se escandalizan, porque solo Dios tiene poder para perdonar pecados. Tienen razón. (Por cierto, significativo el apunte de que esos hombres están sentados. No saben de caminos. Ya han alcanzado la meta). Jesús tiene poder para perdonar pecados y para delegar ese poder en sus discípulos: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados (Jn 20, 23).
A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
El perdón no solamente borra el pecado del pasado; también ilumina y robustece el presente. Hace que carguemos con brío esas camillas que simbolizan lo negativo que todos llevamos dentro. Así lo aprendió y así lo vivió san Pablo: Por eso me complazco en mis flaquezas, pues cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte (2 Cor 12, 10). Así suspiraba y así oraba el salmista: Crea en mí, Dios, un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme (Salmo 51, 12).
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