No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
Hay cristianos que piensan que con cumplir ya es suficiente. Cumplen los mandamientos de Dios y de la Iglesia y quedan satisfechos. Pero para Jesús el cumplir no es suficiente. Él quiere que nos movamos en una órbita superior a la del calculado cumplimiento; quiere que nos movamos en la órbita del amor, de la plenitud. En la plenitud del amor no hay espacio para los cálculos.
La religiosidad farisea, la de hoy y la de hace dos milenios, se sitúa ante la ley y se pregunta: ¿Habré sobrepasado la línea o no? ¿Lo que he hecho habrá sido pecado mortal o venial? En esta religiosidad Dios queda tan difuminado detrás de la ley que no hay lugar para la relación filial.
En la religiosidad judía abundaban los bien-intencionados rigoristas. El punto de referencia de su vida era la ley; incluso cuando ésta había perdido su razón de ser. Las primeras generaciones cristianas encontraron serias dificultades para pasar del legalismo judío a la liberalidad del Evangelio. Liberalidad que podría resumirse en la frase de san Agustín: Ama y haz lo que quieras. San Pablo fue el principal abanderado de la nueva realidad: Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo para todos los que creen; justificados por el don de su gracia (Rm 3, 21-24).
Aquel delicado momento de los comienzos de la historia de la Iglesia se repite en cada uno de los creyentes. Porque a todos nos llega el día en que debemos pasar de Moisés y el cumplimiento de la ley, a Jesús y la radicalidad del Evangelio.
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