Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia…
Es el final del Evangelio de Marcos. El Evangelista nos sorprende insistiendo en la incredulidad de los discípulos ante los testimonios de quienes dicen haber visto al Resucitado.
La Resurrección es el fundamento de nuestra fe. Es la gran noticia. Jesús decide comunicar a los suyos la gran noticia por medio de una persona, a nuestra manera de ver, poco apropiada. María Magdalena era una mujer y tenía, además, un pasado oscuro (Lc 8, 2). Así que cuando ella les comunica que Jesús vive y que ella misma le ha visto, ellos no la creen. Normal; no puede ser que aquel a quien han visto crucificado haya resucitado.
Nada de extraño que aquellos discípulos no crean. Nada de extraño que sean muchos hoy los que no creen; comprensible. Pero resulta menos comprensible que muchos de los que decimos creer en Jesús, no creamos en el Dios-Amor que Jesús nos presenta. Santa Teresita se lamentaba de que en todas partes, el Amor misericordioso es desconocido o rechazado. ¡En todas partes! ¡Incluso en un convento de monjas carmelitas! El Dios que nos presenta Jesús, el Dios que es Jesús, nos parece demasiado bueno; nos parece que no lo puede ser tanto.
Jesús se les apareció y les echó en cara su incredulidad…, y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.
A pesar de todo, Jesús se fía de ellos; de nosotros. O mejor, se fía de su Espíritu que habita en ellos y los/nos hace hábiles para la misión.
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