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15/08/2021 Asunción de María (Lc 1, 39-56)

En esta fiesta de la Asunción, contemplamos con gozo a la madre de Jesús, elevada en cuerpo y alma al cielo. Y celebramos nuestra corporeidad, nosotros que creemos en la resurrección de la carne; una corporeidad redimida por Jesús para que disfrutemos de la absoluta plenitud de la vida. Esta fiesta, tan popular, comenzó a celebrarse en el siglo VI, pero fue el Papa Pío XII quien proclamó el dogma de la Asunción el año 1950.

Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador.

Es un resumen perfecto de la vida de María. María es la persona humilde por excelencia. Humilde, porque vive en la verdad. La verdad de su ser nada; la verdad de que todo lo que tiene es puro don; la verdad de no ser, en lo más profundo de su ser, mejor que nadie. Ella es, además, plenamente consciente de que lo que Dios hace en ella lo hace con todos sus hijos e hijas: porque su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. La clarividencia de su mirada interior se pone de manifiesto en la clarividencia de su mirada exterior. Por eso percibe de inmediato las carencias de los prójimos y hace lo que está en su mano para remediarlo. Como en Caná: No tienen vino.

En esta fiesta, mientras contemplamos a la Asunta y repetimos su Magnificat, le pedimos que nos deje penetrar en su corazón y en sus sentimientos. Y que mantenga siempre en nosotros el deseo de ser una prolongación de su Magnificat.

El pueblo de Dios expresa con alegría su veneración por la Virgen Madre. Lo hace en la liturgia común y también con mil formas diferentes de piedad: Desde ahora me felicitarán todas las generaciones. Este misterio nos muestra que Dios quiere salvar al hombre por completo. La Asunción de María, criatura humana, nos da la confirmación de nuestro destino. Nuestro cuerpo, transfigurado, estará allí (Papa Francisco).

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