Junto a la cruz de Jesús estaba su madre.
El anciano Simeón se lo había anunciado: Una espada te atravesará el corazón (Lc 2, 35). María está dispuesta a todo; había dado, desde el primer momento, su irrevocable sí a la voluntad de Dios. Ahora, al pie de la cruz, ella entiende bien las palabras de Simeón.
No faltaron momentos amargos a lo largo de su vida. ¡Tantas cosas inexplicables!: Ellos no entendieron lo que les dijo (Lc 2, 50). También a ella se le hizo incomprensible el camino emprendido por su Hijo.
Hoy contemplamos a la Dolorosa: María junto a la cruz de su Hijo. Se mantiene en pie. Observamos su dolor y admiramos su entereza. En medio de la noche más oscura y penosa percibimos el brillo de una fe ciega. Es esa fe la que la hace esperar contra toda esperanza; igual que el Abrahán dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. Dentro de la oscuridad del misterio, no hay otra luz que la fe.
Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la acogió en su casa.
También nosotros entramos con María en casa del discípulo amado. También nosotros, como Juan, la acogemos como el don más precioso que Jesús nos hace. Los tres establecemos un diálogo sin palabras; un diálogo hecho de contemplación sobre cómo vivir las noches oscuras de la vida que comienzan en la cruz y concluyen en la resurrección.
Así será cómo entenderemos que la noche oscura purifica nuestra fe y nuestro amor. Es más, ahí es donde descubrimos, perseverando en la oración, que la noche oscura es la mejor condición para consentirle al Señor que nos transforme, que nos modele según el modelo de Jesús (Teresa de Ávila).
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