Le dice la mujer: Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed y no tenga que venir acá a sacarla.
Teresa era muy devota de esta mujer. Se identificaba con ella. No tenía reparo, a pesar de sus cinco maridos, en llamarla la santa Samaritana: ¡Cuántas veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana! Soy muy aficionada a este Evangelio; desde muy niña lo fui.
El Jesús de Teresa es, ante todo, el Jesús de carne y hueso, el Jesús de los Evangelios: Siempre he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los Evangelios que libros muy concertados… Quisiera yo siempre traer delante de los ojos su retrato e imagen. Yo veo claro que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima en quien dijo Su Majestad se deleita… Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes… Apartarnos de esta sacratísima Humanidad es como andar el alma en el aire y sin arrimo…, por mucho que nos parezca que andamos llenos de Dios. Es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle humano.
Teresa se empeña en no apartar los ojos de su Señor. No quiere que nada la distraiga. Ni siquiera su propia ruindad: ¡Oh Señor de mi alma, y quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos, y qué pierden los que se quedan consigo mismos!
Si Pablo decía: Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20), Teresa dice: Muera ya este yo, y viva en mí otro que es más que yo y para mí mejor que yo, para que yo le pueda servir. Él viva y me dé vida. Él reine y sea yo cautiva, que no quiere mi alma otra libertad.
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