Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero cuando otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que confiaba y reparte su botín.
No es frecuente ver a Jesús justificando su proceder. Acaba de liberar a un hombre del demonio que le impedía hablar y algunos le han acusado de hacerlo en connivencia con el príncipe de los demonios. Pero, la verdad es que, más que justificar su proceder lo que Jesús hace es presenta su documento de identidad. No hay nadie más fuerte que Él. Lo dice con rotundidad: ha llegado otro más fuerte.
Para quienes así lo creemos, los exorcismos de Jesús liberando de demonios a las personas, no son victorias puntuales, sino la señal inequívoca de la derrota definitiva del mal. Es muy saludable vivir profundamente convencidos de esto. Nos vendrá especialmente bien cuando nos sintamos como juguetes o títeres en manos de adicciones o compulsiones. Donde el Señor es señor, no hay espacio para poderes malignos.
Lo sabía bien Teresa de Ávila: Si este Señor es poderoso y los demonios son sus esclavos, ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí? ¿Por qué no he de tener fortaleza para combatirme con todo el infierno? Tengo más miedo a los que temen mucho al demonio que al mismo demonio (V 25, 22).
Los poderes malignos no solamente florecen en los individuos; también en las estructuras sociales. También la sociedad suele estar, en ocasiones de forma evidente, infectada por virus o patologías colectivas del espíritu. Y suelen ser pocas las personas de esa sociedad conscientes de ello. Sucede, incluso, que los infectados consideran enfermos a quienes gozan de buena salud interior; tal como sucedió a Jesús.
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