Ocho días después de estos discursos, tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió a una montaña a orar.
Poco antes había tomado aparte a los discípulos para decirles: A vosotros se os concede conocer los secretos del reinado de Dios; pero a los demás se les habla en parábolas (Lc 8, 10). Ahora toma aparte a tres de ellos; a los otros nueve no les concede la experiencia de Jesús transfigurado. ¿Por qué a unos sí y a otros no? Porque así lo quiere Él: ¿No puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? (Mt 20, 15). A los agraciados nos corresponde vivir agradecidos.
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestidos resplandecían de blancura.
Jesús, en oración, vive intensamente, como en el Jordán (Lc 3, 22), la realidad de su filiación divina. Por unos instantes su humanidad relumbra con la plenitud de su divinidad.
Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño. Al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él.
Vieron su gloria. La somnolencia de los discípulos desaparece con la visión de la gloria de Jesús. Ahora serán capaces de contemplarlo glorioso incluso en la cruz (Jn 1, 14). Y serán capaces de proclamarlo Señor de la vida y de la historia. Y serán capaces de entender que toda realidad adquiere plenitud de sentido en Él: Todo tiene en Él su consistencia (Col 1, 17).
Y se escuchó una voz que decía desde la nube: Éste es mi Hijo elegido. Escuchadle.
Escuchadle. Salid de vosotros. No os distraigáis con lo vuestro. Que lo vuestro no os importe o condicione. Escuchadle. Poned en Él toda vuestra atención. No permitáis que las migajas que caen de la mesa de vuestro Padre atraigan los ojos o el corazón. Escuchadle. Sumergíos e identificaos con Él, de modo que vuestra vida no sea sino una irradiación de la suya. Porque Él es la plenitud de todo lo que existe: la plenitud del que lo llena todo en todo (Ef 1, 23).
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