Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos.
Es el anochecer de aquel primer día de la semana, el día de la resurrección del Señor. Ellos no lo saben. Han estado tres años juntos, y acaban de ver sus ilusiones rotas. Están muy decaídos. Todo se les ha venido abajo. Además están asustados; temen que los judíos puedan venir también a por ellos. Uno de ellos, Tomás, está ausente; ¿quizá gestiona ya su regreso a su antigua vida?
Pero, de repente, la casa se ilumina: Paz a vosotros. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Fue suficiente para devolverles la ilusión y la unidad. Pero no bastó. No fue suficiente para superar sus miedos; las puertas continuaban cerradas. Necesitaban otra sacudida.
A los ocho días estaban de nuevo dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Vemos cómo la iniciativa es siempre de Jesús. Y, como siempre, se mueve sin prisas: a los ocho días. Se presenta ante ellos, y aunque su condición no sea ya la de un mortal, le reconocen de inmediato al ver las llagas en manos, pies y costado. Esta vez el encuentro es decisivo, especialmente para el incrédulo Tomás: Trae la mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente
Lo normal habría sido que, una vez resucitado, hubiesen desaparecido las marcas tan poco gloriosas de su pasión. Pero el Señor no es normal; luce sus llagas como trofeos de su gloria. Esta es una gran lección que agradecemos a Tomas. San Pablo la aprendió bien: Muy a gusto presumiré de mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 9).
Jesús, a través de Tomás, nos enseña que lo que se opone al orgullo no es la humildad, sino la fe. Así es cómo Tomás llega a hacer la confesión de fe más solemne de toda la Escritura cuando dice: Señor mío y Dios mío.
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