Había un juez en una ciudad… Había en aquella ciudad una viuda…
Habitualmente interpretamos esta parábola identificándonos con la pobre viuda e identificando a Dios con el juez injusto. A Jesús parece no importarle el feo retrato que hace de Dios. Pero algo parecido encontramos en aquellas palabras: Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos…
Así entendida, en el centro de la parábola nos encontramos nosotros; nosotros, protagonistas; nosotros, los que estamos supuestos a perseverar en la oración, especialmente cuando el silencio de Dios se nos hace intolerable. Entonces debemos tener claro que nuestra fuerza es la fuerza de los pobres: nuestra debilidad junto con nuestra perseverancia.
Otra manera menos habitual de interpretar la parábola es la que identifica a la pobre viuda con Dios y al juez con nosotros; nosotros, los siempre reacios a responder a su llamada. Así entendida, el centro de la parábola está ocupado por Dios; Él es el verdadero protagonista. La pobre viuda, que es Dios, sigue aporreando nuestra puerta sin cansarse. La misma actitud que la del pastor que no descansa hasta encontrar la oveja perdida. La misma actitud que la de Jesús junto al pozo de Jacob usando todas sus artes hasta conseguir seducir a la mujer samaritana. Al final, por muy rebeldes que seamos, no nos quedará otra solución que rendirnos ante tanta insistencia.
Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?
La vida es un continuo cambio. Nada parece estable. Tanto que a veces nos vemos incapaces de asimilar tanto cambio. A pesar de todo, ¿sabremos mantenernos firmes en la fe? ¿Sabremos encontrar la manera de ser fieles al Señor de nuestras vidas también cuando no entendemos nada? ¿Seremos capaces de vivir alegres nuestra fe en unas circunstancias tan distintas de las que conocieron nuestros antepasados o de las que nosotros mismos conocimos en nuestra juventud?
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