El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María Magdalena al sepulcro.
Hasta aquí todo normal. María Magdalena camina embargada por la tristeza y envuelta en la oscuridad de la noche. No busca otra cosa sino estar junto a la tumba de su Señor. Hay en ella mucho amor y poca fe. Todo cambia cuando, al llegar, observa que la piedra está retirada del sepulcro. Ahí se acaba lo normal. María echa a correr para decírselo a Pedro y Juan. Ellos, al oír la noticia, echan a correr hacia el sepulcro. Los que transitaban por las calles de Jerusalén asistirían atónitos a las carreras de aquella mujer y de aquellos hombres. A nosotros nos hacen evocar las prisas de los pastores de Belén, o las de aquellos afortunados que descubrieron el tesoro escondido y la perla preciosa. Donde se hace presente la Buena Noticia, lo normal deja de serlo.
Hasta entonces no habían comprendido que, según las Escrituras, Jesús debía resucitar de entre los muertos.
La fe en el Resucitado no llega a través de los ojos o de la razón, sino de las Escrituras: Entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras (Lc 24, 45). Abrir las Escrituras es abrir el manantial de la fe. Unos, como Juan, llegaremos antes; otros, como Pedro, seremos más lentos. Pero el camino por el que nos lleva el Señor es el mismo para todos.
Cristo ha resucitado y nuestra vida está con Cristo escondida en Dios (Col 3, 3). En verdad, este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo (Salmo 118, 24). En aquel sepulcro vacío enterramos nuestros miedos, nuestros pecados, nuestra muerte.
En Jesús, dice el Papa Francisco, el amor ha vencido al odio, la misericordia al pecado, el bien al mal, la verdad a la mentira, la vida a la muerte. No privemos al mundo del gozoso anuncio de la Resurrección.
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