Un fariseo le invitó a comer.
No todos los fariseos eran fanáticos. Los había liberales y civilizados. Algunos llegaban a invitar a Jesús a sus casas. Pero, en el fondo, eran fariseos. Y siendo moralmente irreprochables, se sentían autorizados para juzgar a los demás.
En esto, una mujer, pecadora pública…, llorando, se puso a bañarle los pies con sus lágrimas y a secárselos con el cabello.
El fariseo siente desprecio hacia la mujer y repugnancia ante aquella escena poco edificante. Le gustaría echarla de su casa de malas maneras, pero la presencia del Jesús le frena. Por el contrario, a Jesús se le alegra el corazón al constatar el gozo de la mujer que se sabe plenamente perdonada. Es muy cierto que solamente el amor nos permite conocer verdaderamente a una persona.
Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientas monedas y otro cincuenta. Como no podían pagar, les perdonó a los dos la deuda. ¿Quién de ellos le tendrá más afecto?
Quien no es consciente de su pecado, quien se cree bueno, no siente la necesidad de perdón; como no recibe perdón, no ama tanto. Quien es consciente de su pecado, siente la necesidad del perdón; es perdonado y ama más. Y esto se pone de manifiesto en su relación con Dios y con los prójimos. En su vida dominan el agradecimiento a Dios y la benevolencia hacia los prójimos.
Al que se le perdona poco, poco afecto siente.
Quien no sabe de pecado, no sabe de perdón. Y quien no sabe de perdón, no sabe de salvación. La mujer sabía mucho de pecado, de perdón y de salvación. Su agradecimiento provoca que supere el amor razonable y calculador y le lleve a romper con todo protocolo social o religioso.