Salió el sembrador a sembrar la semilla.
El sembrador sale como el sol, de madrugada. Siembra su semilla con despreocupada alegría. Aunque sabe que muchos granos de trigo van a ser comidos por las aves que revolotean a su alrededor; aunque sabe que otros van a caer en terreno improductivo; aunque sabe que en su campo brotará la cizaña. Pero es que sabe, sobre todo, que la semilla sembrada brotará y crecerá y producirá la espiga, aunque él duerma; y sin que él sepa cómo. Por eso se va a dormir muy tranquilo. Está seguro de la buena cosecha final.
En verdad, la semilla, la Palabra de Dios, es viva y eficaz y más cortante que espada de dos filos (Hebr 4, 12). En verdad, como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo (Is 55, 10-11).
Pero la parábola del sembrador quiere que pongamos la atención en el oscuro presente, no en el glorioso futuro. El presente siempre está cargado de sombras: aves, piedras, espinos… La parábola del sembrador es la parábola de la fe y de la esperanza. Nada de amargarnos la vida ante tantas cosas que no van como nos gustaría que fuesen. Nada de recriminaciones, nada de desilusiones. El Reino es cosa de Dios, no de los hombres. Si las cosas no van bien, deberíamos atrevernos a echar la culpa al dueño del campo que se niega a arrancar la cizaña.
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