Al acercarse y divisar la ciudad, dijo llorando por ella: Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz.
Ayer Jesús nos sorprendía con una apoteósica entrada en Jerusalén, organizada por Él mismo. Un Evangelista dice que toda la ciudad se conmovió (Mt 21, 10). Otro, que los que iban delante y detrás gritaban: ¡Hosana! (Mc 11, 9). Lucas nos ha hablado de toda la multitud de los discípulos (Lc 19, 37).
Hoy, tras el descanso nocturno en Betania, Jesús nos sorprende con sus lágrimas ante Jerusalén. Es un Jesús muy humano. Está conmocionado porque presagia las terribles desgracias que se abatirán sobre su querida ciudad, ya que no ha sabido escuchar por haberse instalado en la complacencia. El dolor de Jesús es profundo; como lo puede ser el de unos padres que ven a su hijo destruyendo la propia vida cayendo en las garras de la droga.
Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz.
Quizá nadie ha pintado un cuadro tan bello de la paz como el profeta Isaías: El lobo y el cordero irán juntos…, la vaca pastará con el oso…, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo, porque se llenará el país de conocimiento del Señor, como colman las aguas el mar (Is 11, 6-9).
Al Señor le duele el pecado. No porque quebrantamos la ley y le ofendemos, sino porque nos hacemos daño a nosotros mismos. Su mayor ilusión es que le permitamos ser nuestro Salvador. Su mayor ilusión es oírnos cantar con el padre del Bautista: Bendito el Señor, Dios de Israel, porque se ha ocupado de rescatar a su pueblo (Lc 1, 68).
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