El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano.
El fariseo, en su oración tan centrada en sí mismo, continúa enumerando sus méritos de ayunos y limosnas. Está convencido de que Dios está satisfecho con Él; tan convencido como equivocado. No entiende que el primer ayuno que Dios le pide es el de estar vacío de sí mismo de modo que Dios pueda ocupar ese espacio. Está tan lleno de sí mismo que no tiene la mínima posibilidad de entender que todo es don gratuito de Dios. Tan lleno de sí mismo que vive cordialmente distanciado del resto de los mortales ya que se ve mejor que los demás hombres.
No podemos creernos mejores que nadie. Lo sabía y lo vivía Teresa de Lisieux: Sin Dios yo habría podido caer tan bajo como santa María Magdalena. A mí Jesús me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!
Teresa de Ávila se preguntaba a sí misma cuál sería la razón por la que Dios siente tanta predilección por la humildad. Se le ocurrió que la razón es que Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad. Porque es verdad muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada. Y quien esto no entiende anda en mentira.
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