El viento sopla hacia donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así sucede con el que ha nacido del Espíritu.
Elías no encontró a Dios en el huracán, o en el terremoto, o en el fuego; lo encontró en el susurro de una suave brisa (1 R 19, 12). Para percibir la presencia y la voz del Espíritu son necesarios oído fino y silencio interior. Así es el Espíritu de Jesús. No es fácil percibirlo, pero está ahí con sus frutos: la alegría, la paz, la afabilidad, la paciencia, el amor. Sus frutos son dones que son dados a quien los pide.
Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que quien crea en Él tenga vida eterna.
El secreto de la autenticidad de la fe del creyente está en su asimilación del Crucificado. Es la fuerte convicción de Pablo: Mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas, para los llamados, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 22-24).
Tiene que ser elevado. Es decir, no hay alternativa a la cruz. Por eso que el bueno de Nicodemo, como todo seguidor de Jesús, alcanza la plenitud del discipulado cuando acude a la cruz con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras (Jn 19, 39). Es entonces cuando Nicodemo nace de nuevo. La nueva vida tiene todo que ver con la cruz. La cruz, la nueva zarza ardiendo donde Dios se nos muestra en todo el esplendor de su gloria, en todo el esplendor de su amor.
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