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18/08/2021 Miércoles 20 (Mt 20, 1-16a)

El reinado de Dios se parece a un hacendado que salió de mañana a contratar braceros para su viña.

Es un gran hacendado; su viña puede acoger a todos. Es un hacendado un tanto particular. No visita la viña; parece traerle sin cuidado cómo va el trabajo. Lo que sí visita, y muchas veces, es la plaza del pueblo; le preocupan los que están sin trabajar. Incluso al atardecer recluta empleados: Id también vosotros a la viña. Sin contrato alguno. Nos hace evocar la parábola de los invitados a la gran cena cuando, al final, el dueño de la casa manda a su siervo: Sal a los caminos y cercas y obliga a entrar hasta que se llene mi casa (Lc 14, 23).

Si aplicamos a la vida cristiana los criterios del trabajo remunerado, regulado por un contrato, los cristianos de toda la vida nos sentiremos con derechos superiores a otros. Pero si, como los empleados de la última hora, lo dejamos todo a la benevolencia del Hacendado, nos alegraremos de que publicanos y prostitutas nos precedan en el Reino (Mt 21, 31).

Contemplando a Jesús mientras narra la parábola, nos parece ver en Él un especial regodeo al presentar algo tan novedoso, casi escandaloso, para su audiencia; la de entonces y la de ahora. En verdad, el nuevo mundo de Dios ha irrumpido entre nosotros.

Como conclusión de nuestra meditación podríamos preguntarnos hasta qué punto nos identificamos con los trabajadores mañaneros. O cuánto simpatizamos con los del atardecer. Nos preguntamos, sobre todo, si compartimos la mentalidad del hacendado que no entiende de privilegios o méritos. Para quienes se saben poca cosa, esta parábola es una joya. La gratuidad es una de las joyas más preciosas de la religión de Jesús.

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