Ni el maestro Pablo, ni el discípulo Lucas, pertenecieron al grupo de los Doce ni conocieron a Jesús. En la primera lectura, Pablo nos ha hablado del abandono de los suyos. Solamente Lucas le fue fiel hasta el final: Lucas es el único que está conmigo. A Lucas debemos el tercero de los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Su Evangelio se caracteriza por su especial atención a la misericordia divina, a los pobres, a las mujeres y a la universalidad de la salvación.
Designó el Señor a otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir.
Antes había enviado a los Doce (número del pueblo de Israel). Ahora envía a setenta y dos discípulos (número de la humanidad entera). Han de ir siempre acompañados; quien va solo no va en su nombre.
Los envía en pobreza. El discípulo, todos los creyentes lo somos, debe aprender a vivir cómodo en la pobreza de riquezas materiales; debe aprender a vivir cómodo en la pobreza de las limitaciones propias y ajenas; debe aprender a vivir cómodo en la pobreza de la soledad y del abandono.
Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa.
¿En qué piensa Jesús cuando habla de paz? No es la paz del mundo; no es bien-estar o bien-sentir. Es su paz. Se confunde con la fe-confianza. Es el estado de ánimo que brota del abandono absoluto en los brazos de Abbá. Es la señal más evidente de la presencia del Reino en una persona. La paz de Jesús no es algo; es Alguien: Él es nuestra paz (Ef 2, 24). Cuando así es, lo que sentimos o sufrimos pasa a segundo plano.
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