Entró en el Templo y comenzó a echar fuera a los que vendían.
Lucas, el bondadoso y afable Lucas, dedica cuatro líneas a este episodio de furia y de violencia. Mateo y Marcos le dedican veinte líneas. Juan, treinta. Lucas prefiere desdramatizar el enfado de Jesús; no se le ocurre, por ejemplo, poner en manos de Jesús el látigo de cuerdas (Jn 2, 15).
Jesús se siente extraño en su casa, la casa del Padre; y se enfurece. Los muy religiosos judíos han hecho de su casa un lugar de negocio, de comprar y vender. Unos negocian con los hombres vendiendo animales para los sacrificios, otros negocian con Dios pagando la salvación con sacrificios.
El Papa Francisco comenta: El Templo es un icono de la Iglesia. La Iglesia siempre experimentará la tentación de la mundanidad y la tentación de un poder que no es el poder que Jesucristo quiere para ella. Cuando la Iglesia entra en este proceso de degradación el final es muy feo. ¡Muy feo!
Jesús se siente extraño en su propia casa, porque lo suyo es ajeno a todo tipo de mercadería. La religión de las obras y del mérito quedó obsoleta cuando Él murió en la cruz; desde ese momento todo se mueve en la órbita de la gratuidad.
También un buen cristiano se hace mercader cuando su religiosidad gira en torno a sus propios intereses; hablamos, naturalmente, de intereses espirituales. Cuando esto sucede, el buen cristiano no lo es porque permanece cerrado a los demás.
Una sociedad-mercado como la nuestra, quedará fascinada y sorprendida solamente cuando sepamos ofrecerle lo más esencial de la Buena Noticia de Jesús: la gratuidad. Es la manifestación más auténtica del amor.
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