Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea.
Acuden a Él no solo de Galilea; también de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón. Él trata de liberarse de ellos para encontrar un poco de sosiego, pero no se lo permiten. Vienen de todas partes al enterarse de las cosas que hacía. Están interesados en lo que hace más que en lo que dice. Habría sido fácil ofuscarse con tanta popularidad. Pero a Jesús no le satisface el seguimiento interesado: Me buscáis no por las señales que habéis visto, sino porque os habéis hartado de pan (Jn 6, 26).
Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío.
La estampa es bella por su escenografía. Es también reveladora. Él y los discípulos en la barca, mientras la gente queda en la orilla. Subir a la barca con Jesús no es cosa de multitudes; no caben en la barca.
Los espíritus inmundos al verlo caían a sus pies gritando: ¡Tú eres el Hijo de Dios! Pero Él los reprendía severamente para que no lo descubrieran.
Los hombres y mujeres poseídos por espíritus inmundos no son cosa de un pasado proclive a creencias supersticiosas. Los espíritus inmundos abundan también en el siglo XXI. Forman parte de ese mundo de tinieblas y de muerte hecho de compulsiones incontrolables, enfermedades neurológicas, desequilibrios interiores, opresiones sociales… Jesús entra en ese mundo demoníaco para sacar de ahí a quienes tanto sufren. Así lo proclamó en la sinagoga de Nazaret. Él ha sido enviado para anunciar la libertad a los cautivos y para poner en libertad a los oprimidos (Lc 4, 18).
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