José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, decidió repudiarla en secreto.
Era un hombre justo. Sufriría lo indecible ante el embarazo de María. Pero, como también él lo conserva y lo medita todo en su corazón, sabe reaccionar de manera sabia y discreta. Sin dejarse condicionar por sus sentimientos, permite actuar a Dios fiándose plenamente de Él. Fue precisamente esta confianza inquebrantable en Dios la que le permitió aceptar una situación humanamente difícil y, en cierto sentido, incomprensible (Papa Francisco).
José es modelo de presencia silenciosa y efectiva; vive lo esencial ajeno a lo deslumbrante. Acepta formar parte del plan de Dios sin entenderlo. Nuestra vida, tan parecida a la suya en cuanto carente de seguridades y llena de imprevistos, debe parecerse también en cuanto a vivir sólidamente asentados en la confianza. José, sin hacer preguntas, afronta con determinación las dificultades que se presentan. Parecen salidas de su boca las palabras del salmo: Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo: tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan (Salmo 23, 4).
José, siendo fundamental en el plan de salvación de Dios, apenas aparece en los Evangelios; como apenas aparece en el devenir de nuestro año litúrgico. Sin embargo, gracias a él podemos gozar de los bienes que Jesús nos trae. Haremos bien en tener a san José como amigo muy cercano en todo momento porque, como dice san Bernardino de Siena: Jesús no solo no se ha desdicho de la familiaridad y respeto que tuvo con él durante su vida mortal como si fuera su padre, sino que la habrá completado y perfeccionado en el cielo. Y, como dice santa Teresa: No sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no den gracias a san José por lo bien que les ayudó.
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