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19/04/2023 Miércoles 2º de Pascua (Jn 3, 16-21)

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Vida eterna: vida por encima de toda posible medida; vida por encima de tiempos, espacios y cuerpos corruptibles; vida que ya palpita con fuerza en quien cree en el Hijo único. Esta vida eterna llega a su plenitud en el seguidor de Jesús cuando se acepta con corazón abierto y gozoso el supremo don de Dios: Si conocieras el don de Dios (Jn 4, 10). Don de Dios que es Jesús de Nazaret.

La ascética tradicional piensa que lo que importa para que Dios esté satisfecho con nosotros es lo que nosotros hacemos por Dios. Pero a Dios no le satisfacen nuestros sacrificios. Lo que satisface a Dios es que le permitamos ser Dios; que le permitamos arrodillarse ante nosotros para lavarnos los pies. Sin eso, no tienes nada que ver conmigo (Jn 13, 8). Teresa de Lisieux dice: Cuando Jesús quiere reservarse para sí la felicidad de dar, no sería educado negarse.

El juicio versa sobre esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz.

¿Por qué será que preferimos la oscuridad a la luz? ¿Quizá por miedo? ¿Miedo a que se vean nuestros trapos sucios? ¿Miedo a la libertad porque no nos fiamos de nosotros mismos ni nos fiamos de Él? ¿Por qué tan poca confianza? En verdad, tenemos mucho que aprender de los niños y de su confianza en sus papás. Confianza sin límites, porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres (2 Cor 5, 19). Así es cómo brilla la Luz en nuestras vidas.

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