Como el Padre me amó, así yo os he amado; permaneced en mi amor.
Continuamos con las palabras de despedida de Jesús, que sigue insistiendo en lo más fundamental de su seguidor: permanecer en su amor. Ser cristiano es cuestión de amor; nunca debemos perderlo de vista. Si lo perdemos de vista creamos una vaciedad interior que se manifiesta en la falta de alegría. Si lo perdemos de vista transformamos la Buena Noticia en la mala noticia de un Dios amenazador. Si lo perdemos de vista olvidamos que obtenemos la salvación gratuitamente. Si lo perdemos de vista pensamos que cumplimos los mandamientos para alcanzar la salvación, cuando la realidad es que cumplimos los mandamientos por haber obtenido ya la salvación.
Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada.
La venida de Jesús al mundo fue anunciada por el ángel de Belén como una gran alegría que lo será para todo el mundo (Lc 2, 10). Apenas concebido, la alegría inundó el corazón de su madre: Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador (Lc 1, 47).
Un santo triste es un triste santo. Un cristiano es alegre o no es cristiano. Nos bañamos en la fuente de la alegría cuando permanecemos en el amor guardando el mandamiento suyo: el de amar como Él nos ha amado. ¿Me centro en cumplir los mandamientos más que en amar? Entonces no sabré de alegría. Sí sabré de pesimismo, de amargura, de negatividad. Y entonces, como dice el Papa Francisco, me convierto en un cristiano con cara de vinagre.
Una vida cristiana que se mantiene fiel a lo esencial, es vivida necesariamente de manera positiva, confiada, gozosa.
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