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19/11/2020 Jueves 33 (Lc 19, 41-44)

Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos.

Así cantaban los judíos en el exilio de Babilonia: Que se me pegue la lengua al paladar si no exalto a Jerusalén como colmo de mi alegría (Salmo 137, 6). Jerusalén está muy adentro en el corazón de todo buen judío. Jesús lo era. Nosotros, ahora, tras escuchar las palabras del Evangelio, cerramos los ojos y contemplamos las lágrimas de Jesús.

Vemos que son fruto de la desolación ante el trágico destino que aguarda a su querida ciudad. Vemos también que son fruto de un sentimiento de fracaso después de tantos intentos fallidos. Ya se había lamentado antes: ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo sus alas, y no habéis querido! (Lc 13, 34). Lo repetirá camino de la cruz: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos (Lc 23, 28). Jesús no teme mostrar su vulnerabilidad.

Este es el llanto de Dios Padre. Y con este llanto el Padre recrea en su Hijo toda la creación. Dios se ha hecho hombre para poder llorar, y nuestro Padre Dios hoy llora por esta humanidad que no termina de entender la paz que Él nos ofrece, la paz del amor (Papa Francisco).

El padre del pródigo sufre por ese hijo que, para matar el hambre, se dedica a cuidar cerdos. Cuesta entender que Tú, Señor, nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti (San Agustín). Estamos ante el misterio del mal. Para entrar en este misterio debemos pasar por la puerta estrecha del Crucificado.

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