Cuando volvieron adonde estaban los discípulos…
Han pasado un rato de cielo en lo alto de la montaña. A Pedro le habría encantado quedarse definitivamente allá arriba: Maestro, ¡qué bien se está aquí (Mc 9, 5). Pero hay que bajar; hay que volver a la vida real. Hay que mezclarse con los espíritus inmundos y con los sinsabores del día a día. Nos engañamos si pensamos que todo va bien porque nos encontramos a gusto con Dios, mientras vivimos alejados de los engorrosos prójimos.
¡Todo es posible para quien cree!… ¡Creo, ayuda a mi poca fe!
El padre del niño poseído de un espíritu que no le deja hablar ha recurrido a los discípulos. Ellos lo han intentado, pero en vano. Ahora aquel padre recurre a Jesús: Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos. ¡Qué sencillo y qué bueno identificarnos con este hombre!; con su tambaleante fe y con su actitud humilde. También nosotros creemos y también nosotros necesitamos robustecer la fe. Lo necesitamos porque todo es posible para quien cree. Con Jesús puedo superar todo tipo de fuerza maligna, y todo aquello que me apesadumbra. Si la impotencia humana es infinita, el poder de la fe manifestado especialmente en la oración, es también infinito.
Esa clase solo sale a fuerza de oración.
La poca fe me hará dudar de si mis oraciones le llegan a Dios o si se pierden en el camino. La mucha fe hará que eso no me preocupe. La mucha fe hará que ponga en sus manos toda inquietud, toda incertidumbre, toda aridez. La mucha fe hará que mi confianza no dependa de los sentimientos del momento. Así lo dice santa Isabel de la Trinidad: ¡Qué importa lo que sintamos!
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