El niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran.
La vida espiritual es una sucesión de experiencias de presencia y de ausencia. Así lo vemos en la literatura mística de dentro y de fuera de las Escrituras. El mismo Jesús probó la ausencia de Abbá: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 14).
También José y María pasaron por esta prueba. Cuando encuentran a Jesús en el templo, su madre le dice: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando. No entienden la actitud de Jesús; tampoco sus palabras: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en la casa de mi Padre?
José y María no entienden. Pero encuentran en su fe la capacidad para percibir el paso de Dios allí donde los no creyentes no percibirían nada. El verdadero creyente entiende que hay que vivir cada momento con intensidad y profundidad; siempre creyendo, siempre confiando,
La vida de José, como la de todos nosotros, tuvo momentos más parecidos a la noche que al día. Después de este episodio del niño perdido, el nombre de José no volverá a aparecer. Es una pena que los artistas, en general, hayan pintado a un José más abuelo que padre con el niño en brazos. José, naturalmente, fue un marido y un padre joven.
Es bueno dirigir los ojos del corazón a José, especialmente cuando vivimos momentos complicados. Es bueno, porque José nos ayuda a confiar y a esperar contra toda esperanza. Santa Teresa de Ávila, la gran devota de san José nos dice: No sé cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el niño Jesús, que no den gracias a san José por lo bien que les ayudó en ellos. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este santo. Quiere el Señor darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra, así en el cielo hace cuanto le pide.
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