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20/08/2021 Domingo 12 t.o. (Mc 4, 35-41)

Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal.

Hay tempestades de muchas clases: enfermedad, muerte de un ser querido, accidente… A todos nos toca afrontarlas a lo largo de la vida. Pero hay un tipo de tempestad, especialmente sutil y penosa, que toca nuestra fibra más profunda. Es la tempestad interior. Como la vivida por San Pablo. Durante largo tiempo sufre mucho al verse tan poco consecuente, haciendo lo que no quiere y dejando de hacer lo que quiere. Se ve a sí mismo esclavizado por el aguijón de la carne, y pide a Dios con insistencia que lo libere de semejante calamidad. La tempestad acaba cuando el Señor le susurra al corazón: Mi gracia te basta, que mi fuerza se realiza en la flaqueza. Desde entonces Pablo vive de otra manera sus flaquezas: Me glorío de mis flaquezas para que habite en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 9). En adelante, Pablo vivirá tranquilo.

La tempestad es una coyuntura ideal para fortalecer la fe. Aunque Jesús parece dormido, ahí está. Si me voy a pique, Él se va conmigo al fondo; cosa que no puede suceder. El viento, el oleaje y la oscuridad resquebrajan la fe de cualquiera. Cuando vemos que nuestra pericia y nuestros buenos propósitos sirven de poco, entonces despertamos a Jesús. Y Él, como si estuviera expulsando un demonio, ordena al mar que se tranquilice. Así de sencillo.

¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?

¿Cómo habría sido la travesía si los discípulos hubiesen tenido fe? La habrían sufrido sin ser dominados por el espanto; y no habrían despertado a Jesús. Pero valió la pena su poca fe. Así es cómo podemos contemplar la imagen de Jesús que, puesto en pie, increpó al viento y ordenó al mar: ¡Calla, enmudece! Y el viento cesó y se hizo una gran calma.

Así es la vida de quienes compartimos barca con Jesús.

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