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20/08/2022 San Bernardo (Mt 23, 1-12)

Lo que os digan ponedlo por obra, pero no los imitéis; pues dicen y no hacen.

Son palabras muy duras contra los fariseos contemporáneos de Jesús. Pero mejor escucharlas como palabras que denuncian el espíritu fariseo que siempre, en mayor o menor medida, está presente entre nosotros. Y está evidentemente presente cuando nos situamos por encima de los demás. O cuando me siento en posesión de la verdad y juzgo duramente a los demás. ¿Dónde aprender como relacionarnos con los demás? Lo aprendemos contemplando a quien se arrodilló ante sus discípulos y les lavó los pies. Es el testimonio más elocuente que podemos dar de nuestro ser de cristianos. Francisco de Asís daba este consejo a sus hermanos: Predicad siempre el Evangelio y si fuera necesario también con las palabras.

En la tierra a nadie llaméis padre, pues uno solo es vuestro padre.

A nadie llaméis maestro; a nadie, padre. Pero a todos nos hacen cosquillas los títulos y las distinciones. Significan mucho en nuestra sociedad. Como que envuelven a la persona en un halo de prestigio. Es difícil establecer la línea divisoria entre la presuntuosa vanagloria y lo que los psiquíatras llaman el trastorno histriónico de la personalidad. La persona fatua que alardea de lo suyo, es el hazmerreir de quienes le rodean.

De todos modos, independientemente del ambiente que respiramos, a todos nos resulta complicado abrazar la radical igualdad de los hijos e hijas de Dios. Ante Dios no hay títulos que valgan. El único título del que gloriarnos es el de ser hijos e hijas de Dios. San Pablo escribe a la comunidad de Filipos: Nada hagáis por ambición ni por vanagloria, antes con humildad tened a los otros por mejores (Flp 2, 3).

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