Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen.
No basta con oír, es necesario escuchar. El oír es cosa de los oídos, el escuchar es cosa del corazón. Escuchamos la Palabra. Con mayúscula, porque la Palabra no es algo, sino Alguien. En los primeros siglos de la Iglesia, la fe en la Palabra escrita era idéntica a la fe en la Palabra sacramentada. También en la Palabra escrita hay presencia real del Señor Jesús. Es que una presencia que no es real, no es presencia.
Un Padre de la Iglesia escribe: Vosotros que asistís habitualmente a los divinos misterios, sabéis con qué precaución respetuosa conserváis el cuerpo del Señor, con cuidado de que no caiga ninguna partícula. Porque os considerarías culpables, y con razón, si por vuestra negligencia se perdiese algo. Si, pues, cuando se trata de su cuerpo, ponéis justamente tanta precaución, ¿por qué querríais que la negligencia de la Palabra de Dios merezca un castigo menor que la de su cuerpo? (Orígenes, +253).
Somos su madre y sus hermanos si escuchamos la Palabra y la cumplimos. Comenzando por lo más esencial: Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado (Jn 13, 34). Esto nos hace miembros de la gran familia de Dios, unidos por lazos más fuertes que los de la sangre. Es una gran bendición el haber nacido en una familia cristiana; pero es mucho mayor la bendición de la nueva familia formada por hermanos de todo tiempo y de todo lugar. Con María de Nazaret como madre de todos, porque nadie como ella ha escuchado la Palabra de Dios y la ha guardado.
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