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20/10/2020 Martes 29 (Lc 12, 35-38)

Dichosos los criados a quienes el amo, al llegar, los encuentre velando: os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y les irá sirviendo.

Nunca deja de sorprendernos este Señor nuestro. ¿El amo convirtiéndose en criado de sus criados? Nunca acaba de asombrarnos. Y mejor que así sea; siempre llamados a pasmarnos ante las cosas mayores que promete a todos, como prometió a Natanael. Claro que, como a Pedro, se nos hace muy cuesta arriba aceptar al Señor arrodillado ante nosotros para lavarnos los pies. ¿Será, quizá, porque eso nos compromete a comportarnos de igual manera con los prójimos?

Nada de vivir obsesionados por la muerte. Los creyentes, desde la fe y la confianza, lo afrontamos todo, también la muerte, con serenidad. Como dice la liturgia de la misa en la oración que sigue al Padrenuestro: mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo. Lo mejor de nuestra vida está por venir. Vivimos el presente alentados por el futuro. Nuestros años en este mundo son tiempo de atención y vigilancia, ceñida la cintura y con las lámparas encendidas.

Una de esas lámparas es la esperanza y la confianza en que las promesas de Dios se cumplen siempre y se revelan en lo más pequeño y pobre de la historia, en lo que no tiene brillo, pero cuya luz paradójicamente tiene capacidad de sostenernos y otorgar sentido cuando atravesamos caminos oscuros e inciertos (Papa Francisco).

¿Cómo perseverar en esta actitud de vigilancia y de espera? Acostumbrando a tener la Palabra de Dios como luz y guía de cada día. Luz y guía de la oración en primer lugar, para que así se convierta en luz y guía de la vida.

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